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Educar en pausa: los hijos y las vacaciones.

  • Foto del escritor: JorgeAurelioMx
    JorgeAurelioMx
  • 1 jul
  • 3 Min. de lectura

Jugar no es perder el tiempo.

-Catherine L'Ecuyer.



Se aproxima el periodo vacacional en las escuelas de educación básica, y con él, una oportunidad valiosa y necesaria para que niñas, niños y adolescentes descansen, se distraigan, jueguen, y simplemente… sean. Sin embargo, en los últimos años hemos observado una tendencia creciente: apenas concluyen las clases, muchas familias se apresuran a inscribir a sus hijos en cursos de verano, talleres, clubes y programas diversos.


Esta reacción, en muchos casos, obedece a una realidad innegable y legítima: las exigencias laborales de madres, padres y cuidadores que buscan espacios seguros donde sus hijos puedan estar bien resguardados mientras ellos cumplen con sus responsabilidades. Y aunque comprendemos y reconocemos esta necesidad, es fundamental detenernos un momento y reflexionar: ¿qué sentido le estamos dando al tiempo libre de nuestros hijos?, ¿con qué intención los inscribimos a estas actividades?, ¿y qué papel juega la familia en este periodo de pausa escolar?


La infancia y la adolescencia no son solamente etapas de aprendizaje académico. Son, ante todo, tiempos de construcción emocional, de crecimiento interior, de exploración del mundo a través del juego, la espontaneidad, la creatividad y la conexión con los otros. El descanso no es ausencia de valor; es una forma profunda de nutrir la salud física, mental y afectiva.

Los niños y jóvenes no necesitan estar “ocupados” todo el tiempo. Necesitan estar acompañados. Necesitan espacios de ocio en los que puedan aburrirse y luego inventar, mirar las nubes, perder la noción del tiempo, conversar sin prisa con mamá o papá, jugar sin un objetivo utilitario, despertar tarde algún día y no tener agenda. Necesitan reencontrarse con su familia en otro ritmo, sin tareas, sin prisas, sin regaños por llegar tarde. Necesitan, en suma, volver al hogar como un espacio de convivencia y no sólo de tránsito.


Y es que saturar los tiempos de la niñez y adolescencia tiene consecuencias profundas, tanto inmediatas como a futuro. En el presente, esta hiperactividad impuesta —aunque bienintencionada— puede agotar emocional y físicamente a los niños. En lugar de cerrar el ciclo escolar con una pausa reparadora, se les empuja a continuar con una rutina de exigencia, horarios, desplazamientos y actividades estructuradas, lo que impide la recuperación del entusiasmo, la curiosidad y el deseo de aprender. Así, el regreso a clases no se vive como un nuevo comienzo, sino como una continuidad extenuante.


Pero el impacto más silencioso —y quizá más preocupante— es el que ocurre a largo plazo: formar en nuestros hijos una mentalidad de ocupación constante, donde el valor personal parece residir en “no parar”, en “ser productivo” todo el tiempo. Esto no sólo es insostenible, sino profundamente dañino. Es la semilla de una adultez ansiosa, estresada, incapaz de disfrutar el descanso sin culpa, desconectada del cuerpo y de las emociones, convencida de que parar es perder el tiempo.


¿Queremos verdaderamente educar así? ¿Queremos contribuir, sin quererlo, a que nuestros hijos normalicen la autoexigencia extrema y vivan con la sensación de que siempre deben estar haciendo algo útil?

Por eso, si se considera necesaria o inevitable la opción de inscribirlos en cursos de verano, hagámoslo con conciencia. Busquemos lugares que privilegien la seguridad emocional y física, la formación lúdica y ética, el respeto por los ritmos personales, la interacción social sana y enriquecedora. Que no sean sitios donde el niño simplemente “pase el tiempo” o esté “bien entretenido”, sino donde pueda vivir experiencias significativas que dialoguen con su edad, su personalidad y sus intereses.


Y nunca perdamos de vista que hay edades —particularmente en la infancia temprana— en las que el mejor curso de verano puede ser la compañía amorosa de su familia, las caminatas lentas, los cuentos compartidos, los juegos en el suelo, las tardes sin plan. El tiempo de ocio, bien vivido, es también una forma de educación emocional.


No convirtamos las vacaciones en una extensión del calendario escolar, ni en una solución automática porque “no sabemos qué hacer con ellos”. Saber qué hacer con nuestros hijos empieza por querer estar con ellos, por reconocernos como parte de su equilibrio, su alegría y su sentido de pertenencia.


En este receso escolar, aprovechemos para recordar que también en la pausa se educa, también en el descanso se ama y también en el juego se crece. Aprendamos a valorar, como familia y como sociedad, el arte de hacer espacio: para el silencio, para la risa sin prisa, para la presencia plena, para el descanso sin culpa. Porque ahí, en esa pausa intencionada, también estamos sembrando.


“Todas las personas grandes han sido niños antes. Pero pocas lo recuerdan” (L’Ecuyer, 2012, Educar en el asombro).


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Profesor Jorge Aurelio.

Fundador y Director de Asesoría Pedagógica Integral®

Maestro en Dirección de Instituciones Educativas • Maestro en Desarrollo Cognitivo • Orgullosamente Normalista.



 
 
 

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