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Rendir culto o hackear el sistema.

  • Foto del escritor: JorgeAurelioMx
    JorgeAurelioMx
  • 10 nov
  • 5 Min. de lectura

Nota: Este texto nace de pensamientos provocados ante la lectura de los artículos de Gabriel Zaid y la réplica de Irma Villalpando, por lo que es conveniente leerlos con antelación.



En su artículo Educar sin aulas, Gabriel Zaid vuelve a recordarnos que aprender es una actividad natural, humana y vital, anterior y superior a toda institución. Aprender —dice— es observar, fracasar, conversar, imitar, vivir. Su crítica a la escuela no parte del desprecio, sino de la evidencia: el aprendizaje ocurre en todas partes, incluso sin maestro; la escuela, en cambio, ha hecho del conocimiento un trámite. En su célebre ejemplo de Hamilton Naki, el jardinero africano que participó en el primer trasplante de corazón sin poseer título universitario, Zaid desnuda el absurdo del credencialismo: la inteligencia que no puede certificarse no existe para el sistema.


Irma Villalpando, en su réplica El valor de la escuela, recoge el guante con respeto, pero también con firmeza. Defiende la escuela como el espacio donde la enseñanza —intencionada, metódica, sistemática— se hace pública y accesible. Recuerda que la educación moderna nació, con Condorcet, para liberar al pueblo del orden estamental: donde antes el linaje era la llave del poder, la escuela prometió sustituir la sangre por el mérito. Para Villalpando, los ejemplos como el de Naki son extraordinarios precisamente porque la regla general sigue siendo la desigualdad; sin escuela —afirma— los más pobres no sólo pierden instrucción, sino también convivencia, lenguaje, cuerpo y vínculo social.


Ambos textos, aunque en orillas distintas, coinciden en un fondo incómodo: la educación está en crisis. Zaid apunta al agotamiento del aula; Villalpando, a la necesidad de preservarla. Entre ambos, desde mi perspectiva, se dibuja una grieta: ¿defender el aula o hackear el sistema?


Ante ello, considero:


Hay sistemas que mueren lentamente y otros que se desmoronan sin saberlo. La escuela pertenece a ambos. Es un edificio que se cae, pero con buena ortografía.


Desde hace tiempo, el sistema educativo y por consecuencia la escuela, se comporta como un cuerpo que sigue respirando por inercia, sostenido por el mito de su propia utilidad. Y sin embargo, ahí estamos: repitiendo ritos, llenando planeaciones y fingiendo. Hackear el sistema ya no es una provocación: es una necesidad de supervivencia intelectual.


El mundo lo grita, la humanidad lo respira, la realidad lo confirma con la contundencia de lo inevitable. Las guerras lo demuestran, las crisis ambientales lo exponen, la desigualdad lo amplifica. El sistema ha fallado, pero se autopremia con diplomas. La escuela no es la culpable, pero tampoco es inocente. Es su cómplice más elegante.


La escuela contemporánea es un aparato administrativo de legitimación, no un espacio de saber. Se nos dice que posee el “monopolio de la enseñanza sistemática”, como si eso fuera un mérito y no precisamente la raíz del problema. El sistema escolar enseña, sí, pero enseña lo que conviene al sistema.


La escuela nació para “liberar al pueblo del orden estamental”. Curiosa ironía: dos siglos después, se ha convertido en su nuevo señor feudal. Si antes la nobleza era de sangre, hoy lo es de papel certificado. Lo que antes se llamaba linaje, ahora se llama currículum.


El aula prometió emancipación, pero terminó ofreciendo acreditación. Ha sustituido el saber por la gestión, la lectura por la rúbrica, la inteligencia por el título. El alumno ya no estudia para entender el mundo, sino para aprobarlo.


El problema de fondo no es la escuela, sino la obediencia que la habita.

La escuela siempre ha despreciado la excepción, porque la excepción demuestra que puede aprenderse sin ella. El sistema teme al genio autodidacta porque no puede certificarlo. Es más fácil administrar la ignorancia que reconocer la inteligencia. Los maestros enseñan convivencia, pero no pensamiento. Y cuando alguno intenta enseñar pensamiento, lo censuran los acuerdos cupulares y los planes de estudio.


La tragedia no fue el encierro, sino el regreso.

Durante la pandemia, muchos descubrieron que el problema no era la ausencia de escuela, sino su permanencia inmutable. Los niños no solo perdieron aprendizajes; perdieron el permiso de aprender distinto, pues al volver, encontraron lo mismo: los ritos, los planes, y el simulacro de pensar.


En su réplica a Zaid, Villalpando defiende con vehemencia la vigencia del aula. Dice que las credenciales no son el objetivo principal de la escuela, pero que son necesarias “para validar su operación”. Llevando estas palabras al extremo podemos entender que: la escuela no produce conocimiento, produce papeles. La certificación no es un accidente del sistema; es su razón de ser. Sin títulos, la escuela no sabría qué producir.


El diploma es el nuevo sacramento. Acredita una fe, no un saber. La pedagogía contemporánea es una religión civil con su dogma (“todos pueden aprender”), su liturgia (el plan de estudios), su clero (los burócratas educativos) y su paraíso prometido (la “movilidad social”). Defender la escuela por su “valor progresista” es como defender al reloj por marcar la hora: cumple su función, pero no piensa.


Zaid, por el contrario, nos lanza una provocación que parece herejía: aprender sin aula, sin formulario, sin la mediación ritual de la institución. Y en eso tiene razón. No porque la escuela no importe, sino porque su estructura actual ya no enseña a pensar, sino a pertenecer. Su función emancipadora ha sido colonizada por la lógica del trámite. Su ética del conocimiento ha sido reemplazada por la estética del certificado.


La educación se derrumba. Hackear el sistema no es rebeldía: es un acto de lucidez.

Hackear el sistema no es destruirlo: es desarmarlo para devolverle su sentido. Es usar sus herramientas contra su dogma, infiltrarse en sus grietas, aprovechar su lenguaje para romper su código. Es enseñar desde dentro lo que el sistema prohíbe desde arriba: el pensamiento libre.


Los grandes aprendizajes —la lectura apasionada, la curiosidad científica, la duda filosófica, la creación sin permiso— no nacen de la estructura, sino del desvío. El pensamiento auténtico ocurre en los márgenes, en los silencios entre clase y clase, en los libros que nadie mandó leer, en los actos de rebeldía intelectual que el sistema jamás podrá calificar.


Mientras la educación siga siendo un sistema para acreditar la domesticación, el pensamiento libre seguirá ocurriendo fuera del aula, lejos del examen, cerca del riesgo de pensar por cuenta propia.


Hackear la escuela es hoy un acto de lucidez y de valentía, una forma de resistencia intelectual ante un sistema que celebra su propia ruina con honores administrativos. Es, quizá, el último gesto quijotesco que nos queda: enfrentarse al molino del sistema con la lanza del pensamiento, sabiendo que se perderá, pero convencido de que sólo en ese intento radica la dignidad de aprender.


*


Aquí las fuentes.


Educar sin aulas, Gabriel Zaid.

Disponible en:



El valor de la escuela: respuesta a Gabriel Zaid, Irma Villalpando.

Disponible en:



___________


Profesor Jorge Aurelio.

Fundador y Director de Asesoría Pedagógica Integral®

Maestro en Dirección de Instituciones Educativas • Maestro en Desarrollo Cognitivo • Orgullosamente Normalista.


 
 
 

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